Idealistas y bullangueros, o el fiasco de una puesta en escena Madrid se rinde ante la zarzuela que probablemente más se acerca a su esencia, con la que mejor se identifica su espíritu idealista, juvenil y eternamente bullanguero. Una vez más el escenario de la Zarzuela acoge a su feliz hija y una vez más su sala se llena hasta la bandera. En esta ocasión y previendo la demanda del público el montaje estrenado no sólo ha estado más semanas de lo habitual en cartel (seis y media frente a las cuatro de rigor) sino que además se ha dado una función semanal extra (o sea seis)... y eso a lleno diario. Pero para que esto haya sido posible el equipo gestor de esta santa casa ha ofrecido unos repartos vocales inmejorables comandados por un director orquestal de talla: Cuatro Fernandos de campanillas que se han alternado con tres Francisquitas excelsas, bajo la mirada atenta de tres experimentadas Auroras azuzadas por dos emblemáticos Cardonas. Tristemente los aciertos del teatro y sus responsables artísticos terminan aquí, pues el montaje presentado es a nuestro juicio un auténtico despropósito donde se evidencian dos cosas ya presentidas hace cierto tiempo por quien esto escribe: Que lo importante aquí es la cantidad frente a la calidad y que si las cuentas (de caja) salen no merece la pena esmerarse por sacar adelante un proyecto con coherencia artística. Luis Olmos ha ido perdiendo de forma paulatina miedo a ser el omnipresente protagonista de las temporadas que él mismo proyecta, firmando incluso dos o tres de los escasos espectáculos exhibidos por su teatro, y ya envalentonado no duda en presentar un montaje que sólo puede recibir ese nombre por la cualidad estructural de su interpretación musical pues no tiene consistencia teatral ni visual. Pero despiecemos la dirección escénica y artística para tratar de justificar nuestra decepción y no parecer unos injustos fustigadores movidos por despecho. La dirección de actores del montaje no existe, o al menos nosotros no hemos sido capaces de apreciarla. Cada uno de los muchos participantes se ha dejado llevar por su saber hacer. Por ejemplo, Ismael Jordi, por su elegante desenvoltura, Mariola Cantarero por su deliciosa impertinencia, Marina Pardo, por su macarrería natural, sin que haya un dibujo de cada rol al margen de esa impronta personal (algo que nos corrobora el hecho de constatarlo en todos los repartos). En cuanto a la materialización visual del espectáculo, de nuevo la falta de proyecto asoma detrás de una escenografía que a priori puede parecer bien planteada. Consite ésta en una estructura formada por una serie de marcos que se encajan, a lo matrioskas, en otros de tamaño superior y que pivotan sobre cualquiera de sus jambas permitiendo dibujar las formas y volúmenes requeridos por la acción. Pero este ingenioso diseño no se muestra eficaz para recrear adecuadamente (salvo en el caso del tercer acto) los espacios del drama. El color del montaje -presente a través del diseño de iluminación y de vestuario, éste pretendidamente años veinte en homenaje al momento del estreno de la obra- hacía daño a la vista y sólo en contadas ocasiones -un uso efectista en el quinteto o la atenuación intimista en algunos números solistas- creaba climas sinestésicos con la música y la acción. La sensación de puesta en escena improvisada de la típica compañía de bolos llega a su culminación viendo el movimiento escénico de los coros (con pasos de baile pensados para asociaciones corales de jubilados) o la integración de los bailarines solistas en la acción (que nos trae al recuerdo las tan censuradas prácticas emprendidas por José Luis Moreno en su célebre aventura lírica).
Pero, por fortuna, la presencia de Miquel Ortega hace posible que este proyecto salga adelante. Contando con una orquesta que en esta ocasión no ha sonado demasiado fina (suponemos que la enorme cantidad de funciones ha provocado que el número de atriles ocupados por estudiantes aventajados sea grande cada noche), Ortega ha sabido infundir vida a los compases de Vives, permitiendo que en los dúos, tercetos, quintetos o escenas concertantes en los que progresa la acción podamos visualizar a través de la música lo que la escena nos escamotea. Un ejemplo elocuente es el final del acto segundo con el baile de la mazurca. Sólo en contadas ocasiones los profesores de la ORCAM han estado atentos a la delicadeza tímbrica de la partitura, pero hay que reconocer que no estaba la cosa para sutilezas y había que atender a una prioridad: la de actuar desde el foso ya que no se hacía desde la escena.
Pero hemos de confesar que si tuviéramos que elegir una combinación afortunada ésta sería el triunvirato de Munck-Vicens-Pardo, especialmente por la química que se estableció entre la primera y el segundo. De Alex Vicens podrá decirse en su contra que cierta tirantez ensombrece su emisión en los momentos más comprometidos, pero sin embargo tiene por contrapartida una naturalidad al cantar a media voz que encandila al auditorio y le permite empastar a las mil maravillas con sus dos antagonistas vocales. De Sonia de Munck nos quedamos con su elegante fraseo y su precisa dicción pero sobre todo con su alegría escénica, con la que dejó muy lejos a Cantarero y sobre todo a Moreno. Los dos Cardonas congregados son modelos, a su modo, de tenor cómico; Julio Morales por su deliciosa sencillez, Emilio Sánchez por su justamente afectada hilaridad. Si el segundo tiene una línea de canto más depurada, el primero hace de sus limitaciones vocales un eficaz recurso expresivo. El adecuadamente ponderado Don Matías de Enrique Baquerizo y la desproporcionadamente chocarrera Doña Francisca de Amelia Font culminan nuestro repaso a las aportaciones individuales sirviendo de buen ejemplo sobre cómo ha descansado sobre la personalidad actoral de cada intérprete el resultado de la puesta en escena de este montaje. El Coro del Teatro, por último, no hace más que evidenciar cómo el viejo Madrid más que evocado es directamente retratado. Sólo nos resta constatar que creemos acertada la división del espectáculo en dos partes (situando la cesura tras la romanza "Por el humo se sabe" a mitad del segundo acto). Esta decisión deja al público con el alma en vilo tras haber visto cómo Francisquita en su dúo con Fernando despertaba por primera vez en este último la duda sobre el papel de pelele que le hacía jugar Aurora. Tampoco se puede despreciar el aprovechamiento del espacio en el tercer acto y las coreografías del Marabú y del fandango. Olmos ha recortado además con acierto el texto en su revisión. Viene todo esto a colación para evidenciar que no está yerma la imaginación creativa del director de escena: es la falta de una idea global del montaje y la ausencia de aspiración a dar un realce material al espectáculo lo que nos parece inadmisible. ¡Y pensar que el Gran Teatre del Liceu de Barcelona recibirá esta producción el próximo mes de junio tras décadas de ausencia de la zarzuela sobre el escenario de las Ramblas! © Ignacio Jassa Haro 2010
29/III/2010 |