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 Luis Olona / Francisco Asenjo Barbieri  El Teatro de la Zarzuela prosigue con su admirable propósito de recuperar títulos olvidados del repertorio, sobre todo centrado en el período isabelino, y en esta ocasión ha gozado de semejante privilegio Galanteos en Venecia, obra de uno de nuestros grandes padres espirituales: Francisco Asenjo Barbieri. El título elegido ha servido sobre todo para poner de manifiesto el extraordinario oficio del compositor madrileño, conocedor de todos los meandros del género, tanto en lo que se refiere a la asimilación de las tradiciones nacionales y populares, como a la absorción de las influencias foráneas (muy evidentes las rossinianas, en este caso concreto). Si bien el libreto de Luis de Olona no es especialmente inspirado, sí tiene al menos la facultad de presentar unas situaciones claras para que la inspiración de Barbieri se despliegue en varios números de alto nivel, aunque la obra en su conjunto queda lejos no sólo de los grandes títulos archiconocidos (El barberillo de Lavapiés, Jugar con Fuego o Pan y Toros), sino también de los últimos redescubrimientos del compositor, como El diablo en el poder o esa maravilla que es El relámpago. 
 No ayudó en nada a la apreciación de la obra la labor en el foso de Cristóbal Soler, quien demostró una vez más que este tipo de música queda lejos de su sensibilidad. Las exquisiteces orquestales, la transparencia de texturas, el gusto por los matices y los detalles, o la cualidad para colorear y acompañar el canto no son precisamente su fuerte. Su campo de acción predilecto parece decantarse más hacia el fragor de la orquesta, el bullicio sonoro y la pirotecnia musical, características todas ellas que quizás pueden tener su punto de interés en otros repertorios, pero que poco casan con una obra de trazo delicado y exquisito como Galanteos en Venecia. Como muestra de su desatinada dirección, señalar el fárrago de sonoridades inextricables en que quedó convertido el duelo de serenatas entre los dos contendientes amorosos. Un número elegantísimo y original sacrificado en aras del estruendo y la farfulla. 
 Menos presentable aún la prestación de Carlos Cosías (Conde Grimani), con la voz completamente fuera de sitio, y buscando el refugio nasal como último y forzado remedio. En su haber, destacar su gracia y desenvoltura escénica. En cuanto a los secundarios, comentar el brío y entusiasmo que aporta Juan Manuel Padrón a su personaje (convertido aquí, en un juego metateatral, en oriundo de las Islas Canarias, como el propio intérprete); la eficiencia escénica de Fernando Latorre (no así en el aspecto vocal, ya que con su estilo rudo habitual dejó pasar sin pena ni gloria su precioso momento solista incluído dentro del concertante que culmina el segundo acto); y el canto notablemente mejorado de Antonio Torres, en un papel episódico pero que le sirvió para llamar la atención en sentido positivo. Aceptable labor del Coro del Teatro, aunque más entonado el sector masculino que el femenino. 
 La labor escénica de Paco Mir merece todos los elogios por saber conjuntar de manera admirable la eficacia con la espectacularidad. Una escenografía de extraordinaria movilidad permite aligerar los cambios espaciales, al mismo tiempo que otorga variedad e insufla dinamismo a una acción dramática que bien necesitada está de semejantes cualidades. La aparición del esplendoroso navío que abre el tercer acto fue recibida con una calurosa ovación el día del estreno. Sumó también puntos a la vistosidad y a la plástica del espectáculo, el lujoso vestuario a cargo de Anna Güell. Con estas funciones se despedía del Teatro de la Zarzuela, Paolo Pinamonti, que pone rumbo a Nápoles, para hacerse cargo de un teatro histórico y venerable como el San Carlo de la capital partenopea. Desde aquí le agradecemos su estupenda labor en pro de la zarzuela y le deseamos lo mejor para el futuro. Arrivederci, Paolo! © Antonio Díaz-Casanova 2015 
 
 10/XI/2015  |