Un
soplo
de aire
fresco

La rosa del azafrán

Teatro de la Zarzuela

(Madrid, 13 Julio 2003)

La rosa del azafran - Teatro de la Zarzuela (Childrens' programme)

Ignacio Jassa Haro

Aire fresco; eso es lo que ha recibido en estos cálidos días estivales la más popular de las zarzuelas de Jacinto Guerrero. El magnífico libreto del ilustre tándem Romero/Fernández Shaw conserva frescura, es cierto. Sin embargo el propósito "antropológico" de los autores – rescatando música y lenguaje popular, tareas agrícolas, vestuario o paisajes – ha envejecido la obra a fuerza de su literal seguimiento durante décadas. Y es que la zarzuela regional (subgénero zarzuelístico del que La rosa del azafrán es obra paradigmática) ha sido gravemente despojada de su esencia teatral a base de un terco empeño folcloricista convertido casi en ley de obligado cumplimiento.

Jaime Chávarri, realizador cinematográfico de prestigio, se acerca por primera vez al mundo de la zarzuela con esta Rosa en calidad de director de escena. Pero ni el teatro ni la música le son totalmente ajenos, ya que a sus puntuales incursiones en el mundo de la dirección teatral hay que sumar algunas películas de carácter eminentemente musical (en las que aborda otras músicas "populares": canción española, tango argentino...). En esta zarzuela su labor de dirección presenta luces y sombras; las luces atañen al concepto de puesta en escena, las sombras a la materialización de dicho concepto.

Positivo es, lo reitero, contarnos la buena historia de raigambre clásica que esta obra contiene sin todos los aditamentos de ambientación que los años han ido imponiendo como sacrosanta obligación. Chávarri evita voluntariamente el cliché de este tipo de obras como auténtico inventario de trajes regionales y aperos de labranza. No quiero menospreciar a la antropología pero sí que quiero defender la legitimidad de montar esta obra sin tener que cumplir al pie de la letra todas y cada una de las acotaciones escénicas destinadas a dar color. La libertad del creador puede llevar como en el caso de Chávarri a proponer una "asepsia" escénica tal que La Mancha se "diluya"; sacrifica la cita folclórica rigurosa pero gracias a ello gana en intensidad dramática y sobre todo moderniza la imagen hasta ahora casi inamovible de las zarzuelas grandes de los años 20 y 30 como auténticas pinturas costumbristas. Una segunda virtud (facilitada por la primera al eliminar elementos de "distracción") es la de dar el sumo protagonismo del espectáculo a la historia en perjuicio, eso sí, de la música y sobre todo de los diálogos; los recursos escenográficos o de cualquier otra naturaleza empleados por el director participan en la tarea de dejar fluir la acción.

Carencia de Chávarri es la inexistencia de una dirección de actores (o por lo menos la falta de un criterio único en la misma); de hecho se puede decir que hubo tantas direcciones de actores como personajes aparecieron en escena. Esa falta de unidad hizo que la mayor o menor brillantez de cada escena dialogada o cantada dependiera de las cualidades personales de cada actor o cantante; en coherencia con esto hubo momentos brillantes, neutrales y malos. La segunda cuestión deficitaria de la dirección teatral de esta producción es la confusa ambientación cronológica. La obra queda indefinida temporalmente en el libreto si bien su cronología "natural" se sitúa en las últimas décadas del siglo XIX. Opta Chávarri por trasladarla a una etapa especialmente crítica de la historia española, con un acto desarrollado en la época de la Segunda República y el otro al comienzo de la posguerra. Qué pretende con ello es difícil de saber; cambia en los diálogos algún que otro "Espartero" por otros tantos "Azañas" pero no se saca en claro ninguna conclusión "política". La historia no tiene ningún tipo de vinculación con el momento histórico (ni en el original ni en la "adaptación") y por ello carece de significación que lo que la enamorada pareja de protagonistas no consigue durante la República lo consiga en época de Franco: de hecho la situación que dificulta sus amores persiste y sólo una triquiñuela permite salvar el obstáculo. La guerra, que es lo que ocurre entre ambos actos en esta versión que Chávarri nos presenta, es algo demasiado terrible como para no tener repercusiones en los protagonistas. En este sentido sólo Juan Pedro cambia algo, decidiendo que debe casarse y volviendo para ello al pueblo; pero para eso no hace falta un conflicto bélico, basta con tener algún que otro desengaño amoroso.

Aspectos concretos del planteamiento escénico dignos de mención son el número cómico "estrella" de la obra (la caza del viudo, del cuadro 4º), con una sorprendentemente nada macabra aparición de la finada Gertrudis en escena presidiendo la elección de su sustituta así como la escena que sigue al coro de espigadoras (cuadro 5º), donde a través de un forillo se ve el encuentro de Don Generoso y Juan Pedro mientras ese hecho es narrado por Moniquito y el número final de apoteosis con una Virgen de agosto que desconcertaría a cualquier estudioso de la iconografía religiosa.

Jacinto Guerrero (Madrid 1925-30)

El protagonismo de la iluminación y la sencillez unida a la claridad compositiva de los elementos escenográficos son los máximos responsables a mi juicio del resultado global de esta puesta en escena. La conjugación de ambos logró momentos de gran belleza visual. Los figurines tuvieron eficacia; dotados de la "imprescindible" falta de rigor científico reclamada por Chávarri pero sin una línea estética unitaria, en algunos casos fueron muy coherentes con el espíritu del montaje.

Federico Gallar y Alicia García configuraron una pareja protagonista brillante en lo vocal y desigual en lo escénico. La joven soprano canaria sorprendió agradablemente por su bello y poderoso timbre y cantó muy vívidamente su dramático rol. Sin embargo sus partes habladas denotaban a la cantante que todavía tiene que convertirse en actriz. Gallar estaba en su salsa; derrochó entusiasmo tanto en la romanza del sembrador como en el resto de las conocidísimas partes cantadas de su papel. En escena daba convincentemente la imagen del hombre sincero e íntegro que debía representar. El dúo de cantantes cómicos fue, por su parte, muy equilibrado en todos los aspectos. Actuaron y cantaron con un gran sentido del espectáculo. Abascal hizo una deliciosa Catalina y Crooke un Moniquito muy mesurado, lo que es de agradecer. Únicamente se puede reprochar a ambos mayor potencia vocal, especialmente a Crooke. Los papeles hablados de Carracuca y Don Generoso (que junto con el más gris de La Custodia completan los principales roles de esta obra de abultado reparto) tuvieron en Francisco Lahoz y Fernando Conde a dos eximios hacedores.

El coro cantó con gran alegría su vistoso cometido; en escena sin embargo se comportó a ratos como un montón de sopranos, tenores y barítonos que no sabían dónde colocarse. La dirección musical fue briosa, pero Miguel Roa supo contener la alegría de la partitura sin superar ese punto crítico tras el cual lo alegre se trueca en chabacano. La orquesta sonó muy bien, estando en todo momento al servicio de la escena; sólo en aislados momentos hubo desajustes entre el foso y algún solista.

Concluyendo, la circunstancia más relevante de esta producción – la "experiencia Chávarri" – ha producido múltiples resultados de los que extraer conclusiones interesantes de cara a futuras incursiones de artistas varios en el mundo de la zarzuela. Chávarri ha ofrecido un espectáculo de sensaciones visuales y sonoras, de emociones estéticas; para él ha primado la historia (más narrada que representada) a la forma de contarla; y, me repito una vez más, ha optado por contarnos las cosas sin la apariencia formal a la que la tradición nos tiene acostumbrados. Sin embargo Jaime Chávarri ha adolecido de falta de oficio en aspectos concretos de la puesta en escena; imagino que lo que le ha movido a trabajar así puede ser su interés por esas "otras cosas" que no sean la pura teatralidad del espectáculo; pero aunque concentre sus esfuerzos en una parcela dada un director de escena no puede ignorar el resto de patas en que se sustenta el edificio escénico; por eso la obra en su conjunto ha cojeado. No obstante, el balance es a mi juicio enormemente positivo; esa bocanada de aire fresco se agradece con estos calores.

© Ignacio Jassa Haro, 2003


Alicia García (Sagrario); Federico Gallar (Juan Pedro); Mar Abascal (Catalina); Carlos Crooke (Moniquito); Alicia Sánchez (La Custodia); Fernando Conde (Don Generoso); Francisco Lahoz (Carracuca); Coro del Teatro de la Zarzuela (dir. Antonio Fauró); Orquesta de la Comunidad de Madrid; Miguel Roa (Director musical); Jaime Chávarri (Director de escena); Ana Garay (Escenografía); Pedro Moreno (Figurines); Juan Gómez-Cornejo (Iluminación); Goyo Montero (Coreografía).


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